Anunciaban mal tiempo,
y dicen los guasos que así fue.
El viento estaba caliente,
como con el Zonda
-pero peor-.
De tanto en tanto,
soplaban desierto,
arena y azufre.
Las piedras,
que -como todos saben-
atesoran el silencio y la memoria,
temblaron de desconcierto y miedo.
Las más pequeñas murieron
de cara al sol.
Sus restos se cubrieron
de espuma y sal.
El suelo quedó
regado de conchas
que cantaban su nostálgico
réquiem de mar.
Para los infieles
era el prólogo.
Para los otros,
la anunciación,
el presagio tan temido.
Los que acuñaban fe divina
se echaron de rodillas
a canturrear rezos,
a dibujarse apuradas cruces.
Pero no había oraciones ni plegarias
para protegerse de aquello.
Dicen que cuando el perdón
es vástago del miedo
ni Él se atreve a darlo por bueno.
El cielo se fue tiñendo de furia.
Se fue pintando
con una prisa niña
de las que duelen,
de las que escapan
del blanco de las hojas.
Se fue coloreando de a golpes el cielo
-como antes la tierra lo había hecho-.
Se fue moretoneando y no es verso.
Se fue manchando de rojo sangre,
de sangre venosa, de venas abiertas,
de Américalatina.
El cielo se hizo herida,
grito,
reclamo.
Abajo, tembló todo.
Un ejército de llamas marchó
a un único paso,
a un mismo rebuzno
-que sonaba a beligerante gruñido-.
Llegaron a romper,
el obligado sosiego,
a recuperar la libertad.
No habían nacido
para ser domésticas
ni siervas
ni esclavas.
Estaban dispuestas
a escupir o silbar todo,
y, de ser necesario,
a defenderse a mordiscos.
No sólo para comer se muerde,
también se hace de dolor,
de bronca,
de furia,
y de todo eso.
Bajaron las llamas
con el polvo seco
-pegado en la garganta-
de su geografía más íntima
plagada de silencios.
Debieron caminar por filos,
transitar abismos,
y vencer el miedo.
Marcharon sabiendo que la muerte
puede ser el fin,
aunque también un comienzo.
Sabían que de nada sirve
vivir a la espera.
En definitiva,
Dios es una promesa
que crece o decrece
con el tiempo.
Y que el tiempo y la fe
son dos embustes
para amansar a los fámulos.
Estaban convencidas:
debían salir de su limbo,
de su eterna línea de Karmán.
Habían comprobado
en lana propia
que la orilla del infierno
también sabe quemar.
Del otro lado,
cruzando la grieta,
un lobo de oscura corona
y melena revuelta
las esperaba.
En un paisaje sin sombra,
y después de haber resecado
los verdes campos,
regaba con sangre
sus plantaciones
de simeolvides,
mientras una hueste
de cipayos felices
se flagelaban repitiendo
ininteligibles salmos.
Las llamas, para ellos,
traían el eco del infierno.
Los elegidos pregonaban
el sacrificio y la guerra Santa.
En algo coincidían:
arder era el destino.
El fuego traería la salvación.
Solo hizo falta una chispa
para dar inicio a la revolución.
(EL CUENTO DE LOS CRIADOS)
© Leandro Murciego
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