NO HAY UN YO QUE NO SEA PLURAL.
Protesilao amó a Laodamia eternamente, por una sola noche.
Con la primera claridad, partió hacia Troya, casi sin despedirse. Y nunca
volvió.
Conmovidos por la nostalgia que brillaba inoportuna en sus
ojos de sombra, los dioses le concedieron la gracia de una noche más. Una sola.
En mérito a esa insólita bendición de los Olímpicos,
Protesilao pudo cruzar otra vez el Aqueronte hacia el país de los vivientes,
como un Orfeo sin ansias y sin lira.
Llegó hasta donde Laodamia seguía llorando por él. La amó
aún más eternamente que la vez primera. Cuando los carros del sol asomaron en
sus ojos, volvió a irse.
Conmovida todavía por el brillo inoportuno de ese abrazo
bendito, Laodamia se mató para seguirlo.
Esta es la historia que embelesó a los poetas durante
siglos. Con maestría inigualable, Ovidio la cuenta, apasionado, en las
Heroidas.
La unión de los cuerpos es, por definición, episódica. La
comunión de las almas es, por omisión de tristeza, inevitable.
Durante algunos años, Laodamia se imaginó en la anticipación
de aquel primer abrazo con su amado. Después, por muchos años más, erró entre
el placer del recuerdo y el anhelo irrenunciable de la reiteración.
Sea cual fuere su evidencia, ninguna muerte puede privarnos
de esa espera.
Sin embargo, cuando Protesilao volvió a irse, ya todo había
pasado. Y nada le quedaba a Laodamia, salvo la añoranza y su rigor.
Quien muere se inscribe en la memoria de los otros. Y quien
ha sido desterrado hacia los límites imperturbables del recuerdo, no es más que
un otro de sí mismo.
Solo se vive una breve y única noche. Hablar es prometer,
pero para estar vivo hay que creer en la promesa.
De noesis a nostos, pensar es, desde siempre, una forma de
extrañar. Y antes que nada, más allá de todo, extrañar es, también, uno de los
nombres propios de extrañarse.
Estás, estoy, somos. Ahora; acá.
© Osvaldo Burgos