El ámbar y el humo
El murmullo de las enfermeras
y el olor a desinfectante actualizan
la escena. Todo lo que tengo queda
reducido a una muda de ropa
en el bolso que hizo tu madre.
Preparo esta carta ahora que la cabeza
está nítida y la garganta indeleble.
Sin tiempo para pensar,
apenas en el aire notas rápidas.
Directo a las prioridades,
en los intervalos, cuando las puntadas
que bordan el vientre se dispersan.
Parecen escasas aquellas tardes
en el patio donde te sostenía al sol,
y lejanas las noches que leía
a la luz de una vela. Ahora pienso
en cómo desprenderme. La pregunta
es absurda frente al trabajo de la
naturaleza. Ella administra como
nadie el golpe de gracia y sus
derrames involuntarios.
Naciste bautizado por una apuesta
que perdí: un asado para toda la
familia por haber traído al mundo
a un varón. Te exhibí como el becerro
de oro frente a todos mis amigos.
No pude deshacer esa arcilla
por la que ahora imploro.
Carta que debiera ser un legado,
un proceso de selección minuciosa,
un reparto equilibrando la balanza
después de una corta vida;
pero la urgencia impone
—esta tarde de diciembre de 1966—
prescindir del inventario.
No habrá despedida.
Prefiero dejarte durmiendo
en el rincón frente a la ventana,
quizás con la esperanza
de alguna epifanía modesta.
Para desmentirla el ámbar y el humo
se depositarán como lluvia.
Algún día te cubrirán por completo.
© Alejandro Méndez
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