Pensemos la montaña
y tantos caminos como quepan
en los súbitos huesos
del pájaro.
ante un trueno redimido,
ante el aire de elementos.
Un estampido, un relámpago entre las hojas,
el aire se carga con la eléctrica
persistencia
de una lengua que se hace verbo,
y pone a vibrar ese dócil instrumento de
caña.
Es que esa montaña arrasó
mis ojos, y dejo crecer en vanos cuencos
la sustancia del tiempo,
el roce de las islas
las voces en el declive de espumas;
poco importa el orden en el estallido
que pone a temblar tu párpado ante la nube,
ante un largo nacimiento de ríos o vocablos
tensos como cuerda de lunáticos filamentos,
oh dios, juro que no es el desconsuelo
que me hace dar largas zancadas en sueño de
ciénagas,
sino un ruido de aguas que hechiza los
rostros
en su llama.
¿Es gloria o final perversión de esas
máscaras
que giran en el bosque danzante,
y nos proveen del sacrílego derecho de
empezar
los grandes incendios?
Arco de la memoria que cimbra
las sonoras curvas,
el temblor en medio de la selva que se
llena de voces;
un sonido de tacuaras rompiendo el agua,
encendiendo la gran mazorca del espacio
con
sentencias crueles,
algo como un final con lluvia, y en los
rincones
de barros
desmemoriados.
Hay una ladera que a los soles y lunas
hermana
en sus calendarios habitados por las
alimañas,
por un sonoro golpe de claridad en las
manos.
Hay un trueno en la altura,
una metamorfosis de las arenas
en espejos para naufragar
¿y no eran acaso ésto las palabras,
un sonido que irrumpe entre los vivos?
Pero me crece al fondo de la garganta
si me detengo en medio del tiempo,
pero
entonces
no hay más sol que el que cabe en un puño.
Y al primer llamado, vamos.
Porque el crepitar del leño
termina por cegarnos con la sombra
del
ciervo
y arde la tierra, sin embargo,
multiplicada en grillos,
en los ojos del
asno.
Porque los ojos del barquero
multiplican en la mirada del búho,
el lenguaje secreto de las frutas al crecer
sobre las
cornisas,
sobre el corazón silencioso de la tormenta.
Se esquivan los cuerpos
que crecieron en su penumbra
con la terquedad roja de las estrellas,
se esquivan los ramos encendidos
por el hocico del ciervo de las nieblas,
y un golpeteo de tambores despeña ángeles
desde las
nubes bajas.
Nos arrimamos al aliento abrasador de los
alfabetos,
los que brotan de nuestros huesos húmeros.
Allá arriba, el fuego.
Y al primer llamado,
vamos.
© Ariel Ovando
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