27/4/18

Poema de Gabriel Chávez Casazola





De la relatividad de la luz

Nada puede viajar más rápido que la luz.

Es una de las leyes de la física.

Ni el sonido, ni las partículas ni las moléculas
ni las sondas velocísimas creadas por los hombres.

Nada puede viajar más rápido que la luz,
ni siquiera los impulsos eléctricos que llamamos pensamiento
y tampoco los ángeles, que son seres de luz y viajan a la misma velocidad que ella.

No hay, no puede haber nada más veloz en el universo,
en todos los universos
reales o imaginarios, pues la imaginación es más lenta que la luz
y no puede concebir, en toda su irrealidad,
nada que sea más veloz que sí misma.

Incluso cuando viajas en sueños viajas más lento
o al unísono de la luz
porque los sueños no son más rápidos que ella.

La luz es la velocidad por excelencia, el descapotable más fantástico de la Chrysler de Dios. 


Detente ahora a mirar el sol, siente sus rayos
que calientan la piel de tu antebrazo
y las hojas del árbol del jardín.

De allí, de esa iluminación nace la vida
–lo intuyeron los bisabuelos de tus bisabuelos,
    que adoraban un astro–
y la vida no es más veloz que aquello que la engendra.

Hasta la muerte llega más lenta que la luz
aun si viene como suele venir en la saeta,
pues no hay flecha capaz
–ni la flecha del tiempo, ni la que lo detiene para ti–
de viajar como ella.

Sí, dicen los físicos que es cierto todo esto.

Acaso los teólogos hagan la salvedad de Dios
pero Dios, si es, es la luz
que brilla en las tinieblas
e irradia a 300.000 kilómetros cada segundo
rasgando la noche de los tiempos
como la luz del quirófano que te hirió (y bienvino) al nacer,
como esa estrella fugaz que surca el horizonte
pero es el horizonte.


Y sin embargo,
sin contradecir en absoluto todo lo anterior,
nada hay más lento que la luz, tú lo sospechas.

Tarda tanto en viajar por el espacio
que su velocidad de poco sirve
a esa llamada de anhelo
o de esperanza
que en nuestras retinas es apenas
parpadeo de luz de un sol remoto,
punto que brilla entre otros puntos luminosos
suspendidos
del cielorraso de la noche.

Cuando a ti llega viene ya de un mundo muerto
del que jamás sabremos algo
ni de su amor
–si lo tuvo–
ni de su abrigo.


Cuando a otros ojos como los míos y los tuyos
llegue la luz de nuestro sol,
para ellos parpadeo remoto
punto en el cielorraso,
los millones y millones que lo vimos cada día despuntar y yacer,
esos millones
desde el Neanderthal que por primera vez hizo fuego
hasta el iluminado Boddhisatva
que desprendía iridiscencia como las luciérnagas,
desde el oscuro inventor de las lámparas de aceite
hasta Thomas Alva Edison con su bombillo eléctrico
y Truffaut con su noche americana,

todos
y todo

ya habremos entrado en la noche de los tiempos
y la luz de nuestra estrella
y su asombrosa velocidad
no acusarán recibo
de nuestro amor y nuestro abrigo y nuestro odio y nuestro desamparo.


Solos en la noche última
nos habremos oscurecido para siempre
aunque la tibia luz de este martes siga viajando lenta
y toque –ya fría– una retina de otro ser al cabo de los siglos.


El firmamento es un cementerio de esperanzas muertas,
de anhelos desvanecidos.

Cada vez que lo mires, reza un responso por los seres del Universo
–pequeños cometas de alocada melena–
que creyeron en la luz de las estrellas
y en el pasado o en el futuro
se aferraron a ella
como la primera mañana en que la luz se hizo
y era buena.

Apiádate de ellos, de nosotros un momento.

Nada puede viajar más rápido que la luz
pero este es un conocimiento perfectamente inútil.

© Gabriel Chávez Casazola

1 comentarios:

Blogger Gladys Cepeda ha dicho...

Hola me encanto este texto es excelente un gran poema

29 de abril de 2018, 18:38  

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