Olga Liliana Reinoso comparte a Cuellar/Blanco/Demaría

 

Antes que me olvides

dijo el ángel

y se desangró en ocre.

Se escurría su vida en un desahogado,

pasivo,

lento río que no cesaba.

Vi todo tan distinto,

llovido en otoño

con nostalgias de aquél

que susurró a las hojas,

para que corran detrás del viento.

Sumiso ha sido el destino

al presagio angelical.

Los árboles muestran sus huesos.

El asfalto, las veredas

juntan su fruto ancestral,

como paisaje de un camino.

Hasta la última hoja

de su sangre voy a guardar,

para alimento de los poetas,

que buscan el verso final.

 

Dardo Cuellar

 

Esa hoja

Esa hoja .Esa hoja casi muerta

no se desprende del árbol.

Este corazón .Este corazón iluminado de clavos

no abandona el madero inesperado.

Resiste. Amarilla, seca, inerte.

El viento azota su terquedad de sombra.

La lluvia no la perdona.

Sin embargo, esa hoja no cae.

Sólo tiembla en la rama.

Este corazón  no  se derrumba.

Se agita en la catedral de mi cuerpo

 y  enciende los brotes de un jardín lejano.

Cruje su dolor invisible de otoño.

El frío perfora sus últimas cenizas.

Un pájaro errante la atraviesa.

Esa hoja resiste.

“Este corazón  aguanta”.

Prefiere morir en la altura

que anochecer en el barro.

 

Diana Irene Blanco

 

 

La creación del mundo

 

Erraba en la orilla como un pájaro nuevo.

Las olas

 llegaban mansas.

Y se quejaba como a-penas

la puntilla de la espuma en el ruedo de la  playa.

 

Un siglo atrás y medio minuto

le habían sembrado sobre el pecho

un sinfín de estrellas... y el horizonte eterno.

Lo hirieron para siempre. Lo marcaron

con el precioso temblor de los humanos.

 

Y yo

buscaba una tarde perdida

detrás del aliento vertical del Minotauro.

Un beso indeleble y entero

como una huella digital sobre los labios.

 

Él presentía el sitio de la herida...

pero no dijo nada:

ojos que miran desde el lugar del vuelo:

retuvo para mí el cielo en la mirada y yo

liviano el corazón,

como las aves.

 

Tuvo el sol todo el tiempo del día

y me vio cantando.

Vinieron las gaviotas. Se fueron y volvieron

para escucharme reír sobre la arena.

Levantaron las olas y rompieron.

Nos bañaron.

Levantaron y rompieron...

Dejé de contarlas.

 

Y llegada la séptima hora

aún no descansábamos.

Yo me bebía en su cintura la última gota de mar,

temblando

-¡ en el hermoso hoyuelo de su cuerpo oscuro

me estaba bebiendo el mundo!-

 

La marea

tranquila

era un rumor lejano.

                                          

Norma B. Demaría