Poema de Carlos J. Aldazábal
Juan Gelman visita Río
Y se lo vio como una aparición en los tranvías.
Su voz bajaba a esa hora exacta,
hora de sábado entreverada con la ilusión de lo eterno.
Al lado suyo una mujer custodia (ángel o dios)
le llevaba el calor de la garganta.
“Afinadito así”, le iba diciendo,
señalando un pájaro, cuyo canto sobresalía
sobre micos
y loros.
Entonces empezó el concierto
por los barrancos que daban al mar:
“Esa mujer se parecía a la palabra nunca”, leía,
y las garotas aplaudían desde las playas
mientras las olas arremetían con furor festivo
y no quedaba estatua de poeta en pie
ni sambódromo arreglado para los estruendos.
Era un zorzal, una calandria, un cardenal copetudo.
Era un bandoneón en el mediodía de los barcos,
en el puente de Niteroi, sobre los roquedales con
pescadores.
El sol quemaba las páginas del libro.
Yo no podía parpadear, enceguecido por la música.
El Cristo del Corcovado aplaudió sobre mi cabeza justo
cuando él decía:
“Y el sapo de Stanley Hook se quedó solo”.
© Carlos J. Aldazábal
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