Complicidad de la alunecida de Cundinamarca
«En qué urnas etéreas, alma
olvidaste tu tiempo y tu piedad?»
Juan L. Ortiz
Luna atroz que le faltan tres minutos, para
que le
sobre nada, en dónde «anochecerse» o dos
horas más
o menos de sí y abandonarnos, luego, a los
«ralentis»
iniciáticos de la mañana primera:
«inocentes»
y «puros» de nuevo, con nuestros mapas
genéticos
pletóricos de relucientes cromosomas, con
nuestros
«downloads» del furor apenas desvencijados,
así.
Te amo tanto, mi niña negra, mientras
enhebras la luz
rayo a rayo.
Lo que viene a decirnos, «lunita», suaves
misterios,
suaves, suaves. Juntos. Kikí de
Cundinamarca.
Ahogos unívocos, calendarios, del
grandilocuente
redondel enceguecedor que entre las ramas
del
sauce rojo vacila antes de matar y antes de
fortalecer.
Nadie nos presta atención. Ni los faunos,
ni los más
recientes «Vitus Bering», ni los
murciélagos, ni los
obsecuentes mayúsculos, ni los «shogunes»,
ni los
usuarios registrados, ni la caterva de
«doctores» en su
delantal, ni esos cinco ángeles barrigudos
que corretean
enfajinados tras las fallidas estrellas
kinetoscópicas
y el diluido zinc del lucero.
Amémonos, otra vez, mi preciosa
niña negra de Cundinamarca.
Amémonos otra vez.
© Ricardo Rojas Ayrala
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