Los
heraldos negros
Hay golpes
en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como
del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca
de todo lo sufrido
se empozara
en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos;
pero son… Abren zanjas oscuras
en el
rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal
vez los potros de bárbaros Atilas;
o los
heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las
caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna
fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes
sangrientos son las crepitaciones
de algún
pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el
hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por
sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los
ojos locos, y todo lo vivido
se empoza,
como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes
en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
© César Vallejo
La vi dormir. Cada centímetro suyo
inescrupuloso, cada complejidad. La sentí dormir. Como una nube de encajes o
una red, el pelo desordenado entrecortaba el pudor perfumado de su nuca,
librándose a su propia fortuna las puntas finales, entre los dos trapecios
desnudos de níquel y mi respiración. Las
palabras resultan oscuridades al intentar describir el acontecimiento
verdadero. No hay voz ni idea que pueda mecanografiar tan rápido la mirada; las
curvaturas anárquicas y magnéticas; la
belleza astronómica que vive en las coordenadas cambiantes; nunca hubo una
palabra capaz, no la hay. Sentí su pecho expandirse despacio, tímido y por
momentos azaroso; como una incógnita, impredecible, dedicándose cada tanto a
liberar palomares; y empujando contra mis manos, aún dormidas y desde algún
designio de la naturaleza, las sensuales corolas de sus senos como flores. Y
corregía inesperadamente, sin pautas y
con el sigilo de algo que se ignora, la órbita de su hombro, como la de un
satélite o un faro. La vi dormir. La vi no estar; preguntármelo; como si se
perdiera debajo de su propia piel; hundirse, no sé, desaparecer con toda su
quietud; irse quizás sin saber si era jueves o qué; abandonar el almanaque;
como si se saliera de la vida un rato; como un humito que vacila llevándose consigo la risa de su último
estremecimiento. La vi no estar, casi como un sueño, mientras yo caía muerto de
amor dentro de su silencio besando su espalda. La vi dormir, como existiendo a
medias y bajo mi cuidado. Me pregunté, acaso, dónde estaría. Pero su mano, que
no era otra mano sino la suya, no dejaba de agarrarse con insistencia de la mía.
© Leonardo Vinci
Muy buena la elección y muy bueno tu texto.
ResponderEliminarMuchas gracias, Daniel.
EliminarMaravillosos los dos. Mi aplauso y admiración por siempre.
ResponderEliminarGracias "por los dos"; muchas.
EliminarJavi
Esos golpes de los Heraldos ,y el dolor que denuncia el gran Vallejos y la miel de tu texto. Buena elección. Gracias.
ResponderEliminarPatri, muy agradecido.
EliminarL. Vinci
"Las palabras resultan oscuridades al
ResponderEliminarintentar describir el acontecimiento verdadero". Nada tan cierto. Toda la sensualidad que se plasma en esa respiración contemplada nos remite a un gran amor, un amor intensísimo.( " yo caía muerto de amor dentro de su silencio") La realidad de esa mano que se sostiene, la presencia del ser amado es como decís, más fuerte que cualquier palabra.
Que maravilloso poema.
Obvio que también el querido y maravilloso Valkejo, con todo su terrible sufrimiento es digno de ser recordado.
Un gran poema, Leonardo!
Irene Marks
VALLLEJOS, indiscutible! Leonardo,GENIALIDAD en ese bello y sentido poema!
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