Las cosas y
el delirio mientras corren los grandes días
Arde en las
cosas un terror antiguo, un profundo y secreto soplo,
un ácido
orgulloso y sombrío que llena las piedras de grandes
agujeros,
y torna
crueles las húmedas manzanas, los árboles que el sol
consagró;
las lluvias
entretejidas a los largos cabellos con salvajes perfumes
y su blanda
y ondeante música;
los ropajes
y los vanos objetos; la tierna madera dolorosa en los
tensos violines
y honrada y
sumisa en la paciente mesa, en el infausto ataúd,
a cuyo
alrededor los ángeles impasibles y justos se reúnen a recoger
su parte de muerte;
las frutas
de yeso y la íntima lámpara donde el atardecer se condensa,
y los
vestidos caen como un seco follaje a los pies de la mujer
desnudándose,
abriéndose
en quietos círculos en torno a sus tobillos como un
espeso estanque
sobre el
que la noche flamea y se ahonda, recogiendo ese cuerpo
melodioso,
arrastrando
las sombras tras los cristales y los sueños tras
los semblantes dormidos;
en tanto,
junto a la tibia habitación, el desolado viento plañe
bajo las hojas de la hiedra.
¡Oh Tiempo!
¡Oh, enredadera pálida! ¡Oh, sagrada fatiga de vivir...!
Oh, estéril
lumbre que en mi carne luchas! Tus puras hebras trepan
por mis huesos,
envolviendo
mis vértebras tu espuma de suave ondular.
Y así, a
través de los rostros apacibles, del invariable giro del Verano,
a través de
los muebles inmóviles y mansos, de las canciones
de alegre esplendor,
todo habla
al absorto e indefenso testigo, a las postreras sombras
trepadoras,
de su
incierta partida, de las manos transformándose en la gramilla
estival.
Entonces mi
corazón lleno de idolatría se despierta temblando,
como el que
sueña que la sombra entra en él y su adorable carne
se licúa
a un son
lento y dulzón, poblado de flotantes animales y neblinas,
y pasa la
yema de sus dedos por sus cejas, comprueba de nuevo
sus labios
y mira una vez más sus desiertas rodillas,
acariciando
en torno sus riquezas, sin penetrar su secreto,
mientras
corren los grandes días sobre la tierra inmutable.
© Enrique Molina
Paisaje
Cae el sol
sobre las
reposeras
de los
guardavidas
dos chicos
corren
y se
arrojan arena
cerca de la
orilla
en el cesto
del balneario
una pareja
de jubilados
tira los
restos de yerba
adheridos a
su retórica particular
los
enamorados descansan boca abajo
sobre
toallas amarillas, tal vez
no piensen
en nada
en la playa
una ola
rompe la quietud
mientras
dos torcazas
se tiran
una encima de la otra
el mar
parece entrar en plena oscuridad
una mujer
muerta hace
tres meses
me habla
del cariño
el patio y
su limonero
en el
centro de mi infancia
© Alejandro Lastra
Un poema antológico de Enrique Molina elegiste Alejandro! Tuve la suerte de conocerlo en 1990 en su departamento de la calle Humboldt y hacerle un reportaje para el suplemento literario de La Voz del Interior de Córdoba al que titulé "El deseo en la palabra o los días terrestres del poeta". Me regaló "El ala de la gaviota" y después intercambiamos correspondencia y nos vimos dos o tres veces más en la Feria del Libro en Buenos Aires. En cuanto a tu "Paisaje",le hace honor francamente! Versos con luces y colores describen escenas en arenas, playas, orillas, un balneario y gente que pasa, vive, palpita el amor tal vez, mientras el mar trae reminiscencias, carino de infancia... Bravo! Salud! Celebración "...dulzura de recordar el sol en la espiral del sueño y el vano poder de haber ido tan lejos..." Alfredo Lemon
ResponderEliminarAlfredo! qué lindo recuerdo, tanto tiene para enseñarnos Molina.
ResponderEliminarAbrazo grande!