Haydeé
Uno se mata
porque un amor, cualquier amor, nos revela
nuestra
desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada
Cesare
Pavese
En aquella
época en que nos conocimos usted pintaba el altiplano
con colores
intensos, sorprendentes.
No recurría
a los ocres habituales, a la paleta del viento.
Volcaba
rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas,
el cuadro
como un puesto de frutas
el domingo
en el mercado de un pueblo.
Todo lo
pintaba con esos colores: el paisaje, los camiones,
la gente,
las casas, el camino abierto
hacia la
nada o el todo.
Y sin embargo, pese al calor de los colores, uno sentía
que estaba allí, en medio de la puna,
entre un frío acerado, mirando nada más ese camino,
escuchando –¿por qué?- una música alegre, no un lamento.
En aquella época en que nos conocimos usted pintaba el
altiplano
y leía La lujuria de vivir.
Le habían dicho que estaba enferma, que la paleta, que el
olor
de la trementina, que cosas inexpresables,
que se dejara de pintar para sanarse de una vez por todas
y usted, entre cocinar y fregar platos, leyendo ese libro
seguramente pensaba en aquel otro pintor
enfermo, incomprendido, recuperando en Arles y pintando
con colores insólitos,
cayendo
en la miseria, en la turbación, en la lujuria de dejarse
morir
abrumado por la vida sencilla.
Pero usted no se dejaba morir. Era yo,
que en aquella época en que nos conocimos, mientras
su mano pintaba con colores intensos,
sorprendentes,
quería matarme por una mujer mientras otra mujer
quería matarse por mí, todo un pobre estúpido al que usted,
mi Theo entonces, socorrió con sopas de papa lisa y
marraquetas
también inexpresables.
Cómo recuerdo los colores de sus cuadros.
Esos rojos poderosos, amarillos, anaranjados, violetas,
el cuadro como un puesto de frutas el domingo en el mercado
de un pueblo.
Era, decían, la paleta de la enfermedad.
Usted y yo sabíamos que no.
Que era la paleta de la memoria que no olvidaba
cómo eran las cosas verdaderas cuando eran verdaderas,
la paleta de la vida sencilla, abrumadora,
a la que usted me recuperó
mientras la enfermedad se la iba llevando por un camino
anaranjado, con una caldera en la mano,
y yo comenzaba a saber que un día usted se perdería
dentro de los pueblos en domingo de uno de sus cuadros
para no salir más, por cosas inexpresables
bajo una música alegre y no el lamento del yaraví.
© Gabriel Chávez Casazola
Una historia de vidas diferentes en realidades... Me encantó
ResponderEliminarno es fàcil hacer poemas narrativos y mantener el ritmo del mismo, de modo que esun gran logro de Gabriel la obra, ademàs esta bien traida la alusiòn al maestro del impresionismo trascendiendolo y encarnandolo casi. muy bien.
ResponderEliminarWalter Mondragòn
Excelente Gabriel, me atrapó la historia, y llevada poeticamente es un vendaval cautivante. Francamente gracias por compartirlo.
ResponderEliminarCristian Jesús Gentile