Gigante y
rebelde en el paraíso
Tres
películas bastaron para que nos enamoráramos.
Nos
enamoramos, todas. A los 11, 12, 13 años.
Tres
películas en las que James Dean
sufría, se
retorcía, gritaba, lloraba
y se reía
cínicamente con esa mirada medio miope,
medio de
costado.
Y entonces
nosotras, las que nos comíamos las uñas,
queríamos
consolarlo.
Consolarlo,
sí, de la desteñida Julie Harris,
de los ojos
grandes de Natalie Wood
y de la
indiferencia de la Taylor.
¿Cómo Pier
Angeli podía casarse con ese
flan
italiano que cuando cantaba gemía?
Y odíábamos
a la madre de Pier Angeli
por
obligarla a casarse con el flan,
y a todas
las madres, porque éramos adolescentes o casi
y las
madres merecían ser odiadas,
porque
éramos tan incomprendidas como él,
y porque
nos sentíamos feas, de brazos eternos
y piernas
descolgadas, con acné
y aparatos
en los dientes.
Y entonces
agarra y se muere.
Pero era
Sal Mineo el que se moría.
Se moría de
mentira, en la peli. Él se murió de verdad.
Y a
nosotras se nos terminó la ingenuidad.
Tan lindo
era.
Tan joven
era. Tan triste era.
Todo era
tan.
© Alicia Márquez
He aquí un bello poema en recuerdo de ese gran actor que fue James Dean. Nos trae la nostalgia de su vida cinematográfica en pinceladas de los momentos gratos que nos concedió. Gracias!Además muy justa la ilustración de Gustavo! Alfredo Lemon desde Córdoba
ResponderEliminarLo amé, hasta tuve un libro biográfico sobre él, coleccionaba sus fotos, y fui la rebelde con la libertad de pronunciarme que vi en él.
ResponderEliminarAbrazos
Elisabet