AL FINAL, AL INICIO.
Cuando narraba la historia de Candaules, Heródoto escribió:
“al mismo tiempo en que se despoja de su camisa, reina o no, la mujer abandona
su pudor”.
Luego, Quignard dedujo bellamente de esa afirmación, que
cada botón que se desprende sobre el pecho de una dama equivale a los triunfos
de mil guerras que se olvidan.
Por eso, el mayor acto de amor que una mujer puede hacer por
un hombre, no es desvestirse para sus manos sino vestirse para su mirada.
Los ojos acarician.
Todo vestido es un disfraz, una máscara, una imaginería que
las diosas pergeñan cada vez que deciden tomar forma humana y bendecirnos.
Somos hijos, maridos, padres, hermanos de diosas que se
transfiguran, ofrendándose a nuestra vanidad.
Pero estamos tan acostumbrados a ese milagro, que solemos olvidar
agradecerlo.
Y perdidos en la celebración de triunfos que no le importan
a nadie, elegimos perseguir la falacia del poder, el error de las riquezas, la
irracionalidad del sentido.
Frente a la incesante maravilla de sus epifanías, nuestra
absurda pretensión de tener y sos-tener un lenguaje es, en sí misma, la locura.
Candaules llegaría a saberlo por sí mismo.
Pero como ha sucedido con casi todos nosotros durante los
milenios que siguieron –incluyendo a Heródoto y tal vez a Quignard- cuando eso
ocurriera, sería, para él, ya demasiado tarde.
© Osvaldo Burgos
Te felicito Osvaldo por este bellísimo poema, homenaje a todas las mujeres, desde un lenguaje diferente a la caricia, sino exaltando su valentía. Gracias!!
ResponderEliminarVilma Sastre
ResponderEliminarMe identifico plenamente con esta prosa poética de Burgos, si, cada mujer es una diosa que se ofrenda en sacrificio para que nosotros (Hombres) vivamos, y son ellas las que le dan la razón a cada uno de nosotros de existir.
Walter Mondragón
Gracias