Poema de Andrea Marone
En la casa de mi infancia
no podías dibujar en las paredes
era una ley, la respetábamos; pero
cuando el agobio del sol derretía
la brea en las junturas de cerámica
agarrábamos un palito y esparcíamos
la tinta negra sobre las baldosas.
Era una forma de hacer inmortal
nuestro trazo tembloroso.
Como cuando acababan de rellenar
con hormigón el pavimento
y escribimos nuestros nombres
en el puente del garaje.
Viví en muchos otros lugares
pero, nunca me fui de ahí.
Todos los otros hogares
fueron un intento, una imitación
de aquellas sólidas paredes de ladrillo.
Por eso, si me preguntan, explico
no importa mucho dónde viva
si se corta el agua una semana,
si no funcionan los ascensores
si me piden amablemente que me vaya
o si me tengo que ir a las corridas.
En definitiva, uno puede ensayar casas
en muchos lugares, pintarlas, comprar muebles
asegurarse de que las paredes no estén desnudas;
pero el ejercicio de la mudanza
es un trazo indeleble en la hoja blanca,
regresar será sólo un anhelo
y mi nostalgia una herida a combatir
un ejercicio cotidiano, una calumnia
un insulto balbuceado sin convicción.
Cada una de las habitaciones que fue mi casa
incluida la tuya, incluida la de él
le da forma voluptuosa a este presente transeúnte
lleno de experiencias de juventud.
Prometo amar la alteridad de cada cuarto vacío
en dónde podría llegar a vivir los próximos años.
© Andrea Marone
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