1/10/25

Poema de Andrea Marone

 


En la casa de mi infancia

no podías dibujar en las paredes

era una ley, la respetábamos; pero

cuando el agobio del sol derretía

la brea en las junturas de cerámica

agarrábamos un palito y esparcíamos

la tinta negra sobre las baldosas.

Era una forma de hacer inmortal

nuestro trazo tembloroso.

Como cuando acababan de rellenar

con hormigón el pavimento

y escribimos nuestros nombres

en el puente del garaje.

Viví en muchos otros lugares

pero, nunca me fui de ahí.

Todos los otros hogares

fueron un intento, una imitación

de aquellas sólidas paredes de ladrillo.

Por eso, si me preguntan, explico

no importa mucho dónde viva

si se corta el agua una semana,

si no funcionan los ascensores

si me piden amablemente que me vaya

o si me tengo que ir a las corridas.

En definitiva, uno puede ensayar casas

en muchos lugares, pintarlas, comprar muebles

asegurarse de que las paredes no estén desnudas;

pero el ejercicio de la mudanza

es un trazo indeleble en la hoja blanca,

regresar será sólo un anhelo

y mi nostalgia una herida a combatir

un ejercicio cotidiano, una calumnia

un insulto balbuceado sin convicción.

Cada una de las habitaciones que fue mi casa

incluida la tuya, incluida la de él

le da forma voluptuosa a este presente transeúnte

lleno de experiencias de juventud.

Prometo amar la alteridad de cada cuarto vacío

en dónde podría llegar a vivir los próximos años.

 

© Andrea Marone

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