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18/3/24

Texto de María Soledad Gutierrez Eguía

 

 

 VALLE DE SILENCIO

 

Y aquello que no me dije al “morir de otoño” —como lo que pensé y dejé aventar—,  aquellas indecibles, morirán conmigo, palabras anuladas en su propia savia.

¿Sabré siquiera que adoré al mundo?

Me desconozco sin ser dentro, más que un milagro que cede a su envoltorio; el pasado de los otros que bebieron de mi sed y olvidarán. Me distancio pesadamente de lo que hoy, es. Soy, sucediéndome más allá de mí. Esparcida en cada cosa que ellos ven. Llovizna incómoda convertida en tristísimo pardal.

¡Tan ciego el sol, como si se mirara a sí mismo, desde tan cerca!

 

Vacilando bajo un silencio embelesado, prendida a la quietud del letargo que poblé; a la espesura de un tiempo que oí moverse; no obstante ardiendo en otros recintos; retrocedí ante el zarpazo del ruido lúdico, y hay de pronto y tan encogido un mundo hecho de silencio, que nunca oí la urgencia de la sangre, ni la fría secuencia del llanto debajo de esos párpados, a los que al final del día, les di el descanso y la piedad de un valle de hierba inexplicable, brotando a contrapeso de un cielo bebedor de vientos.

Un barquito de papel demora en tumbarse, como el sauce sobre el río, el tiempo que doy a mis ojos, una llama crepuscular moviéndose entre alas; un resplandor piadoso adivinando mi cara; un jardín radiante y profético; un estallido lento de ritual perfecto.

Me enhebra el hilo blanco y pareciera —aún me oyen, tañe una campana— flotar entre cristales. Me resisto al brazo del vacío, jadeante y lejana, me vuelvo sin cuerpo; me pronuncio con el bramido en la boca. Desde nunca, desde el diluvio, pasajera en descenso me ciño a la danza de los bosques. Perdura intermitente en el poniente la inerte sombra del tiempo.

¿Si busqué el ocaso en el súbito invierno?

Sé que halle el verdor del valle.

 

No hubo frío, salvo el de tener que mendigar en la alta cumbre, una risa que estrangule el último silencio.

 

© María Soledad Gutierrez Eguía

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