MENSAJERO
Las pupilas de la muerte se hundieron en
sus ojos,
no puede sofrenar sus visiones.
El hilo invisible del miedo en la mirada
extraviada de un niño,
la lleva al sótano de las sombras.
Todo se desvanece en la estrechez de lo
oscuro.
“No estoy sola”. Su condena es “creer”.
Nunca se está a salvo de uno mismo; aún si
convives con la muerte.
Fue la escalera del tiempo, quien la llevó
al faro aquel;
fue el eco de las notas de un piano; fue el
carrusel que rechina insistente
y gira solo; fueron las mariposas blancas
en círculos;
fue una niña que lloró dando un nombre a su
muñeca.
“Aléjate del viento”, susurró el arcángel.
Fue el tiempo en que los muñecos alguna vez
fueron niños.
Un susurro de voces se apoderó del aire.
Esperando que desistieran, arrebujó a la
muñeca en sus entrañas.
Como en las fábulas de sus memorias, su
muñeca de trapo comenzó a llorar.
Fue por el sueño, como por el mar, donde
los caminos se abren
al naufragio fantasma o se alzan en el
sitial de espuma,
albergando en la niebla la caída.
En el alba primera, un lamento de fauces
hambrientas les abrieron los ojos.
Pasajera en las tinieblas, un oleaje de
temblor invadió las costas de su cuerpo.
Su muñeca sujetó al talismán que ardiente
atravesó su pecho de terciopelo.
Un lenguaje incomprensible se devora el
aire.
Nacieron cuatro soles en la hora del
crepúsculo;
el águila quedó suspenso en el cielo; los
caballos emergen del mar
y sus sombras se agigantan tras un
relámpago.
Suenan las trompetas del firmamento.
El Heraldo de la muerte invita a la niña a
jugar un ajedrez.
“La muñeca lo miró a los ojos”.
© María Soledad Gutierrez Eguía
Gracias querido Gustavo.
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