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18/9/23

Poema de María Soledad Gutierrez Eguía

  


MENSAJERO

 

Las pupilas de la muerte se hundieron en sus ojos,

no puede sofrenar sus visiones.

El hilo invisible del miedo en la mirada extraviada de un niño,

la lleva al sótano de las sombras.

Todo se desvanece en la estrechez de lo oscuro.

“No estoy sola”. Su condena es “creer”.

Nunca se está a salvo de uno mismo; aún si convives con la muerte.

 

Fue la escalera del tiempo, quien la llevó al faro aquel;

fue el eco de las notas de un piano; fue el carrusel que rechina insistente

y gira solo; fueron las mariposas blancas en círculos;

fue una niña que lloró dando un nombre a su muñeca.

“Aléjate del viento”, susurró el arcángel.

Fue el tiempo en que los muñecos alguna vez fueron niños.

 

Un susurro de voces se apoderó del aire.

Esperando que desistieran, arrebujó a la muñeca en sus entrañas.

Como en las fábulas de sus memorias, su muñeca de trapo comenzó a llorar.

Fue por el sueño, como por el mar, donde los caminos se abren

al naufragio fantasma o se alzan en el sitial de espuma,

albergando en la niebla la caída.

 

En el alba primera, un lamento de fauces hambrientas les abrieron los ojos.

Pasajera en las tinieblas, un oleaje de temblor invadió las costas de su cuerpo.

Su muñeca sujetó al talismán que ardiente atravesó su pecho de terciopelo.

Un lenguaje incomprensible se devora el aire.

Nacieron cuatro soles en la hora del crepúsculo;

el águila quedó suspenso en el cielo; los caballos emergen del mar

y sus sombras se agigantan tras un relámpago.

Suenan las trompetas del firmamento.

El Heraldo de la muerte invita a la niña a jugar un ajedrez.

                          “La muñeca lo miró a los ojos”.

 

© María Soledad Gutierrez Eguía

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