Transformación del metal
No está muerto quien pelea, pero
hay peleas que se hacen cuesta arriba.
Cuando el viento amaina hurgamos
en lo que no se lleva, pájaros desfilando
con alas escoriadas, nos elevan sin
truenos hasta la gran potencia, entonces
distinguimos marcas en la mano, y con
un dedo seguimos sus recorridos
hasta el encuentro de heridas,
vulneraciones y desgarros.
Cuando éramos chicos las hojas de acero
tatuaban condenas sobre las espaldas,
un castigo filoso que arremetía contra
lo diferente, ya sea el desajuste de las reglas
o una cosecha de luna sin precio,
y cuando el estigma no era suficiente
y se hacía duro llevarlo a su grado más
alto
el alma se examinaba como recurso
con un barrido por el sendero más valorado,
porque allí también se dejaba una llamativa
marca indeleble. Alma sabia, alma mater
decíamos en voz bajita, a escondidas, en
tanto
justicia poética sin represalia evidente.
Cuando éramos chicos las emociones
se presentaban desintegradoras, compulsiva
sabiduría callejera arrancada a base de
dolorosas afrentas, puñales infames,
matones apiñados, cuasi puñeteros.
De lo que fuimos algo queda en el reverso,
lomas y escondidas donde aprendimos
a eludir mascaradas, a movernos en
silencio,
con el factor sorpresa como ventaja,
en refugios improvisados, con técnicas de
supervivencia entre agobio y suspiro.
Meros artilugios en circunstancias
desfavorables, raciones para temporada de
penurias. En estos días, de tinta disecada,
de sueños sin aura, se vuelve apremiante
alejarse del hierro transformado en una
maza fogoliente, hierro que impacta
su peso en la misma misión. El mismo
sistema replicado hasta el desencanto,
apunta con insistencia, pega con mucha
dureza contra el grito encendido
porque las ideas de unos cuantos
se asimilan con muerte o encierro
porque esos cuantos prefieren
un pasaje del futuro al pasado.
© Fernando Gabriel
Caniza
Como si el pasado siempre " hubiera sido mejor". Muy bueno!
ResponderEliminarBesosss