Si su pecho extenuado se abre, y laxo te
regala la corola del recuerdo, es por aquella razón tan cerrada de la tristeza,
apretada como una flor que no se abrió. Y caés en la cuenta, después de hacer
el amor y que las manos te queman, que el aliento que se expande salido del
vórtice de su boca dormida, es nada menos que el big bang de tu tristeza. De
aquella tristeza sentada en un triciclo quieto en el patio, llena de perplejo
silencio e invenciones, entre las que
incluso pudo haber estado ya entonces su mano. Y si esa mano hoy,
dormida sobre las flores de su pecho,
sin saberlo y como en un juego pone una ficha en el cuadradito de tu
melancolía, de pronto te ves saltando en pantalones cortos con hambre de vivir.
Y si al chocar con sus ojos te sentís morir un poco; y te perdés y no sabés si
tendrías o no que pedirle perdón a
alguien por eso; o porque la soledad giraba entonces inexplicable frente a tu
mirada; es porque esos ojos, aún cerrados de sueño, fueron capaces de abrir esa
puerta. Y cuando alguien toca de esa manera la puerta, quiero decir, si tenés
la suerte de que alguna vez alguien lo logre, y se te venga al oído el rechinar de la rueda del triciclo, y si al
abrirse te caés de espalda como muerto
en el piso, no es esa una declaración de amor, sino el mismo amor hecho
persona. Es cuando caés en la cuenta, después de hacer el amor y que las manos
te hierven, que la vida era al fin y maravillosamente, perder de esta manera.
© Leonardo Vinci
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