La mujer
sueña un día de avellanas
y se unta
el cuerpo en savia como leche.
Después se
lame con la boca entera
convertida
en hocico de tapir,
herbívoro
paciente y silencioso
que es
lento en el amor y en las ortigas.
En la mujer,
sobre su lomo ágil
se posa el
pajarito que miniaron
los monjes
medievales en los libros
para medir
el tiempo y sus azares,
y guarda en
equilibrio y timidez
la tarde y
su palito de avellano.
El otro
animal tímido, el tapir,
como
antiguo y feliz perisodáctilo
gasta
oficio y canción de mansedumbre
que
convierte la piel en pergamino
y al
lamerla con fuerza, con coraje,
borra el
pelo, la risa, las heridas,
la anónima
memoria celular
del pliego
en su inocencia y su blancura.
Cuando
crece el tapir, se decolora,
su piel se
va volviendo transparencia
en que el
papel inventa las palabras
también
como una herida de cristal
que la
mujer escribe con su hocico,
su lengua
de mamífera lamiendo
el tiempo y
sus esquirlas, su color.
© María Ángeles Pérez López
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