Texto de Leonardo Vinci
Es darle
una trompada al reloj a la mañana; y darse cuenta que uno acaba de despertarse
en el mismo mundo de ayer. Que no hay dios posible al que te puedas asociar;
todo, mientras el agua hierve; y que es lo mismo mirarse o no mirarse en el
espejo, que ya sabés. Y hay que empezar a comprender; que un pájaro en una rama
no es fruto y desarraigo; que la tardanza de algunas cosas no son parte de un
orden superior; y que por suerte, el flan y los huevos son algo así como
amantes inseparables. Un puñadito de placeres te va empujando, te somete a las
teorías de la felicidad, te estira como un chicle o un pago a largo plazo, y
con un cuchillo en la mano un día te amenaza contra una pared. El pensamiento
tiene cosas sorprendentes. Si yo supiera cómo salir, lo haría; y si supiera
cómo hacer para entrar, nunca lo hubiera hecho. Acaso el mundo del pensamiento
esté rodeado de casualidades, trampas, y eufemismos de toda clase. Sos una
bolita que la erosión va perfeccionando, girás con el viento al ras del agua,
de la velocidad, depende no ahogarte. La tía Amelia, que vivía al borde de la
locura, no supo que había hombres, o patria, o teléfonos que un día
funcionarían sin cables; quizás justamente el hechizo en su mente avizoró el
futuro, y por eso lloraba tanto. Supo de hambre y adiestramiento; había
aprendido a fabricar sonrisas que practicaba durante la noche; acompañó casi
sin querer el desarrollo de una era, como quien ve abrir sobre la mesa un atado
de herramientas sin saber para qué sirven. Esperó mucho, mucho tiempo, no sé
qué es lo que quería ver; hoy, después de tanto, estaría todo igual. La
simpleza dominaba sus momentos lúcidos, su mundo temporal que quizás duraba
años; cualquier cosa la divertía, le sacaba una de esas sonrisas que había
practicado, como si un anzuelo mágico trajera desde el final de su boca un pez
cosquilludo. Y no se enteró, decía que estaban todos locos, y que cómo, con el
avance de la ciencia, todavía podían existir los terremotos. Pero presentía,
estaba en sus ojos, en su carne nunca tocada. En su batón impoluto, y en las
tortillas urgidas a cualquier hora de la noche, o sus tostadas perfectas y el
café recién hecho, presentía, con el amor de su medida. Y no se enteró, no
supo, que éramos amigos y hermanos, primos o compañeros de algunos muertos
hijos de otro tipo de locas; una congoja que seguiría aullando a la luna aún
bajo una lluvia de las mejores balas de plata. Y que una muerte no es sólo por
falta de aire, que si te aprietan el cuello con las dos manos el aire pasa y no
la comida; pero al que mata, tía, las manos le quedan pintadas de rojo. De qué
sirve, la memoria sin la voz; el camino sin los pasos, o la esperanza sin
tendón. Aún así, ha habido cosas bellas, tan bellas y recordadas como su calor.
© Leonardo Vinci
Etiquetas: Leonardo Vinci
2 comentarios:
Un texto impactante, me tocó profundamente.
Hola Leonardo: doloroso y profundo, tu texto no puede dejar de conmover: "una congoja que seguiría aullando a la luna aún bajo una lluvia de las mejores balas de plata". Lo siento profundamente Irene Marks
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