Arqueología
Al sur de
Grecia,
en el
Peloponeso,
los
arqueólogos
–esos
intrusos–
encuentran,
algo
perplejos,
las
osamentas
abrazadas
de una
pareja;
o mejor,
a una
pareja
que se
abraza
desde hace
por lo
menos
6000 años.
El
arqueólogo
más joven
–un hombre
de nuestro
tiempo,
al fin y al
cabo,
que cambia
de pareja
como cambia
de camisa–
suspira
con ironía
por esas
viejas
costumbres
ya
superadas.
Pero en la
noche
cuando se
quita
la camisa
caqui
y se seca
el sudor
y el polvo
con
el dorso
de la mano
sabe que
no podrá
dormir
abrazado a
la nada
que le
espera
–manos
tendidas–
en la cama.
Una cama
bastante
más hostil
que la
arena
y la piedra
donde
aquella
pareja
que excavan
los
arqueólogos
para
limpiar
el polvo
de sus
huesos,
yace
–¿yacía?–
junta,
sola y
reunida,
a pesar de
sabe Dios
qué vientos
y cuáles
tempestades.
La mañana
siguiente
nuestro
arqueólogo
despierta
abrazado a
la
almohada.
Algo es
algo,
se dice,
y tras un
sándwich
de bacon
calentado
en
microondas
y un jugo
de naranja
artificial,
conectado a
su
portátil,
pensando
en el
hallazgo,
comienza la
vacilante
y sigilosa
búsqueda
de algo
que intuye
más viejo
que
aquella
pareja
abrazada
ya hace
6000 años,
pero que
ella, ellos,
acaso
conocían
muy bien:
algo
casi tan
viejo
como el
hombre
mismo y la
mujer
misma y sus
mismas
osamentas.
Va a
buscar,
quizás aún
sin saberlo,
esa cosa
tan
desprestigiada,
el santo
grial
perdido,
que solía
llamarse
amor eterno
–hasta da
miedo
ya
escribirlo
pues pueden
acusarnos
de
cursilería–
y que hoy
ya no se llama
simplemente
pues no
existe
salvo en el
Peloponeso.
al sur de
Grecia,
en las
excavaciones
de los
arqueólogos,
esos
intrusos
que
escarban en la muerte
para
encontrar
rastros de
vida,
duras
estelas
de lo que
fuimos
y ya no es.
© Gabriel Chávez Casazola
Muy interesante!!! Gracias!!
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