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28/7/18

Poema de Gabriel Chávez Casazola



Arqueología

Al sur de Grecia,
en el Peloponeso,
los arqueólogos
–esos intrusos–
encuentran,
algo perplejos,
las osamentas
abrazadas
de una pareja;
o mejor,
a una pareja
que se abraza
desde hace
por lo menos
6000 años.

El arqueólogo
más joven
–un hombre
de nuestro
tiempo,
al fin y al cabo,
que cambia
de pareja
como cambia
de camisa–
suspira
con ironía
por esas
viejas costumbres
ya superadas.

Pero en la noche
cuando se quita
la camisa
caqui
y se seca el sudor
y el polvo
con
el dorso
de la mano
sabe que
no podrá
dormir
abrazado a la nada
que le espera
–manos tendidas–
en la cama.

Una cama
bastante
más hostil
que la arena
y la piedra
donde aquella
pareja
que excavan
los arqueólogos
para limpiar
el polvo
de sus huesos,
yace
–¿yacía?–
junta,
sola y reunida,
a pesar de sabe Dios
qué vientos
y cuáles
tempestades.

La mañana
siguiente
nuestro
arqueólogo
despierta
abrazado a
la almohada.

Algo es algo,
se dice,
y tras un sándwich
de bacon calentado
en microondas
y un jugo
de naranja
artificial,
conectado a
su portátil,
pensando
en el hallazgo,
comienza la
vacilante
y sigilosa
búsqueda
de algo
que intuye
más viejo que
aquella pareja
abrazada
ya hace 6000 años,
pero que ella, ellos,
acaso conocían
muy bien: algo
casi tan viejo
como el hombre
mismo y la mujer
misma y sus mismas
osamentas.

Va a buscar,
quizás aún sin saberlo,
esa cosa
tan desprestigiada,
el santo grial
perdido,
que solía llamarse
amor eterno
–hasta da miedo
ya escribirlo
pues pueden acusarnos
de cursilería–
y que hoy ya no se llama
simplemente
pues no existe

salvo en el Peloponeso.
al sur de Grecia,
en las excavaciones
de los arqueólogos,
esos intrusos
que escarban en la muerte
para encontrar
rastros de vida,
duras estelas
de lo que fuimos
y ya no es.



© Gabriel Chávez Casazola

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