Poema de Alicia Márquez

Para Joaquín Arvas 

Don Joaquín nos metía a todos en el Citroën negro

y nos llevaba de la mano de la magia,

una magia negra, pero magia al fin,

a lugares insólitos para los chicos que éramos.

Íbamos cantando y llegábamos al Luna Park:

él era árbitro de box.

El Luna Park vacío era como un barco fantasma.

Entonces nos contaba las historias de los boxeadores

que tenían la cabeza acribillada por los golpes,

que habían perdido el equilibrio,

que habían olvidado hablar,

y en aquel momento nos miraba a todos y decía:

¡Por eso tienen que estudiar, pibes,

por eso! Ya la vida los va a golpear bastante y

ustedes tienen que estar preparados, con la cabeza

clara.

Después, íbamos al Riachuelo y lo cruzábamos en bote

hasta la Isla Maciel.

Yo, espantada del agua negra con ojos de aceite,

de donde, seguramente, iba a salir algún monstruo devorador.

Pero no era así. Llegábamos a la isla, llena de

conventillos de dos y tres pisos y mirábamos

desde allí el paisaje de fábricas y casas apiladas

del otro lado, mientras un puente se desperezaba

y pasaban los obreros, los carros y los caballos.

Después, a La Boca, y pizza y papas fritas y de postre…

“tráigale a la señorita una sopa inglesa”.

Yo lloraba: ¡No, sopa no!

Y aparecía la maravillosa sopa inglesa

bañada en moscato, llena de chantilly y de

crema pastelera, como un poema barroco

y exquisito.

Don Joaquín nunca supo, nunca se enteró

de la enorme influencia que tuvo en mi vida

tan huérfana de papá. Nunca supo.

Nunca pude decirle gracias. Sólo sabía que era feliz.

© Alicia Márquez