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13/12/17

Texto de Leonardo Vinci


No sé si los ángeles tienen cabeza, nunca vi uno; y si así fuera, si sus rizos infatigables y prolongados acaso cubren lo que aún duerme, mientras majan casi al descuido en contrapunto y con ayuda del viento, un pecho todavía de cartón. Había inclinado su cabeza, no siendo necesario haber presenciado el movimiento para percibirlo, un camino atemporal y sesgado hacia el hombro, que podría tardar lo que un pájaro allá lejos mintiendo quietud; una pluma cayendo, como si su mentón tuviese la intención de ir a sostener en su hombro una viola. Y tan callada por fuera, igual a un puente en los suburbios durante la noche, el arco de su lengua recorrió sedoso la primera nota contra su paladar, larga, esperanzada o tomada de algún cielo inexplorado, y que bien podría recordarme el aria para la cuerda de sol, en un llamado sordo y de siete fronteras, de viejas tradiciones de levitación, de papeles encendidos del color de las cenizas, más lábiles que cualquier alma, haciendo temblequear su tenue figura sobre el marco de la puerta, igual que la llama de una vela resistiendo la oscuridad. Miraba las tres monedas. Tres monedas en su mano que no eran un juego; un vestido largo y heredado trazaba sobre la pared de color abandonado arabescos o zarpazos, frágiles todavía, a la hora de dormir. Nadie sabe de qué se trata la esperanza en esa primera década. Nada es perfecto, excepto lo maligno. Tres monedas, redondas, balanceándose entre los cinco dedos y sus cuatro espacios, no alcanzan para hacer música. Qué pobre ha quedado mi mundo al intentar definirla de esta manera, como si la palabra no procediera de la sangre, así, habiéndoseme ocurrido esto que sólo en un punto profundo, lejano, inspira la unión de dos cosas. Tal vez sobre un espejo podría haberse deletreado su nombre, su flor, o alguna señal de su verdadera existencia. Quería cantar con vos al mirarte, o al recordarte mientras escucho esta relación que he inventado, pero no alcanzo la nota de tu pedido, se me quiebra la voz de cigarrillo y amargura.


© Leonardo Vinci

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