Poema de Gabriela Pais
La virgencita de la Carnicería
El marrón tiene su ruta y no es tierra, no,
aunque la coronen sus ojos y su pelo
por toda herencia ancestral.
Es ruta de carniceros asesinos, indios
nómades y tolderías,
no hay grandes templos ni imperios;
hay curanderos de herencia y otras
sabidurías de llanura;
tierra de arrebatos, abandono,
de larguísimas siestas o descuidos
imperdonables,
tierra terror y seducciones varias.
Sabía de memoria el camino a la carnicería
por aquel entonces,
era tiempo en primeras menstruaciones
y danzas,
sueños hormonales, los espejitos,
cuando aún conocía su naturaleza aérea y
enrulada.
Y no fue la danza, no,
artificio de la tacha.
Ella, reina de jardines, la gran carnicera,
la vaca sagrada de latitudes cercanas y
templos de harapos o frigoríficos
mutiló el baile creyendo cuidarla,
la mujer que nacía en una terraza
entre algunas elongaciones y poemas
o diversas tradiciones literarias
de naturaleza oral, imaginaciones
venerables
en el universo de los infantes.
Agoniza en el baño la mutilación o la
carneada.
Su padre se despierta y solicita justicia;
es sordera su amorosa discapacidad.
Exponer la mancha
a viva voz entre la chusma.
Vergüenza, eso siente la virgen que se
soñaba novia.
Entre los dos transforman a la mutilada
pues saben de tallas, tornos, cuchillos
entre algunas violencias gentiles y
agradecimientos.
Su madre busca curaciones mágicas para la
tristeza.
Una vez terminada la escultura
la
visten con vestiditos elegantes y blanquísismos,
la exponen en la vereda para la fe de los vecinos.
Ellos rezan,
demasiada altura para acariciarla
menos abrazarla en semejante humillación.
Aprecian el valor de la talla de piedra o
madera
según convenga a las circunstancias,
y depositan sus ofrendas de dolor siempre,
sus pedidos o sus ruegos
con fe ciega, como si no fuese humana.
De tanto en tanto la pasean cargada de
flores por la plaza,
y la gente se agolpa para ver su belleza
pétrea,
marmolada en las vitrinas
y los espejos retrovisores.
La virgencita de la carnicería jamás les
otorgó
el milagro de sus lágrimas
por eso se reconoce, en estos pagos,
únicamente,
por la calidad de la mancha.
Su padre, el hombre niño sordo,
carece del principio de autoridad
cuando de cuidar se trata,
el guerrero que lucha contra la
manipulación
y, sin embargo,
obedece.
© Gabriela Pais
1 comentarios:
doloroso poema Gabriela, desgarrador de a ratos pero intenso, tiene un ritmo que sostiene el grito hasta la última obediencia.
Impresionante.
Un abrazo.
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