Los
membrillos se pudren
en la
sombra de otoño que habita las paredes,
pero
guardan una luz abrasada
e ígnea
que
macera la carne y la derrocha.
Despacio
se adormecen en el fondo del aire
y
reposan su esplendor gutural,
su
pulpa y su simiente
en el
plato de barro y de tintura
casi
inimaginable por lo lejos.
En
tanto, desanudan su olor,
su
esencia, podredumbre
de la
carne marchita, envejeciendo
en el
primor de formas consumidas
que se
agostan al tiempo que liberan sabor,
la
abundancia atrapada en el verano
cuando
el sol atraviesa las hojas de los árboles
y
prende la línea equinoccial.
Por eso
los membrillos se quedan reducidos
a su
sola materia descompuesta
mientras
sueltan sin orden, jerarquía,
la
semilla perfecta en su esfericidad,
en su
espacio minúsculo e inerme
al paso
del invierno
o de la
extenuación.
© María Ángeles Pérez López
Fuerte, y preciso. me gsuta.
ResponderEliminarPerfectos entrecruzamientos de sensaciones,un saludo de
ResponderEliminarSilvia Loustau
Cuando el tiempo inclemente se hace cargo del paso de los años y la vida, el deterioro es inclemente.
ResponderEliminarCuantas imágenes.
Muy bello y original!
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