Disección
Cuando abro de un tajo mi cuerpo
con furiosa sed de bucanero
suelo encontrar tesoros y celadas
esperando el momento preciso
de saltar hacia afuera para darse a la
fuga.
Así, una vez expuestas las vísceras
y los circuitos nerviosos,
una vez apartados los órganos y todo el
cablerío,
puedo extraer los más fantásticos arcones
abollados por el tiempo y la desidia.
Por ejemplo, una ventana ciega pero siempre
abierta
por donde solía escaparme en los veranos;
una estrella de cartón señalando
el centro de alguna improbable
ceremonia pagana y guitarrera;
dos vagones de un tren que siempre
está partiendo hacia algún sitio
y una piedra en las vías demorando el
viaje;
la palabra nunca, agrietada por la culpa;
el recuerdo de aquello que todavía no
ocurrió
pero que alguien planea minuciosamente cada
noche;
los tres naipes marcados de una
indefectible decisión final.
Otras veces, las menos,
cuando el tajo con que abro mi piel y mis
cerrojos
deja a la vista el milagro de mi estirpe,
suelo sacar de mis adentros a mí mismo
con un gesto de fina sorpresa,
con un grito rojo de innominable pena,
con las manos llenas de sangre
y la boca abierta como una ballena herida.
Entonces, simplemente me miro a los ojos
y lloro con una desabrigada congoja
buscando el paraíso que no habré de
encontrar,
que perdí para siempre o que no tuve nunca.
© Raimundo Rosales
ResponderEliminarAy Raimundo! Qué magnífico poema!!! Sí, a veces somos todo eso. Y más. Por suerte.
Un abrazo,
Alicia Márquez