Lucas 13, 4
¿Quiénes eran aquellos dieciocho hombres
—acaso mujeres, acaso también niños, aquí
el genérico es equívoco—
sobre cuyas cabezas vieron desmoronarse
la Torre de Siloé, de la que nada sabemos
salvo lo que sigue refiriéndonos en su
Evangelio
el médico y cronista hebreo Lucas?
¿Eran tal vez constructores
que levantaban la estructura de la Torre
o que la apuntalaron, fallando en el
intento?
¿Eran transeúntes, que pasaban cobijándose
a su sombra
del fuego cenital, del brillo inclemente
del sol en las arenas?
Nada sabemos de ellos tampoco, salvo lo que
el Elegido dijo
—reverberación, eco límpido a través de los
siglos—
por la mano de Lucas:
Que los muertos de Siloé
(y pudo haber dicho de Port au Prince o del
Maule)
no eran más ni menos culpables
que los demás hombres y mujeres de la
tierra.
Que el misterio de la tragedia —o mejor:
del accidente—
es algo que escapa a nuestras mentes breves
y secretamente forma parte del anverso de
la trama
del Gran Tejido, del cual vemos solamente
—per speculum in
aenigmate—
su reverso,
lleno de torpes nudos, de cabos sueltos,
de absurdas muertes como las de
aquellos dieciocho hombres
—o mujeres, o niños— de Siloé
o los miles de Kerman, de Shan Si y de
otras provincias
de los reinos que hemos fatigosamente
construido
y que un día pueden desmoronarse
como la torre de Jerusalén, partirse en dos
o en tres
cual las calles de San Francisco o de
Lisboa.
—Y sin embargo,
los arqueólogos afirman que la torre
derruida
pertenecía a las murallas de la ciudad y se
erguía junto a una fuente
de la que además tomaba el nombre, en el
valle de Tyropean.
Hablo de la afamada fuente de Siloé, de la
que hablaron ya los profetas
Nehemías e Isaías,
a cuyo estanque acaso habían ido a calmar
su sed
aquellos dieciocho hombres;
a cuyas aguas siguieron yendo a calmar su
sed los hombres y las mujeres y
los niños
por mucho tiempo después de la tragedia;
ya que el accidente, el dolor, la muerte,
el sinsentido,
la catástrofe,
por más que nos aplasten
o aplasten a quienes más cerca se
encuentren de nosotros
no pueden apagar la sed de infinito
que nos aqueja desde el principio,
la sed de luz
que saciamos en los abrevaderos de la
dicha,
aun cuando se encuentren situados
en los estanques mismos donde nos desmoronó
el sufrimiento.
Allí mismo, en el valle de Tyropean.
© Gabriel Chávez
Casazola
Excelente Gabriel. En tu poema épico, la sed de las eternas preguntas para Nadie, la última o la primera página de un principio y un enigma que aun hoy nos interpela. De algún modo y acaso, todos somos culpables.Gracias! Alfredo Lemon desde Córdoba, Argentina
ResponderEliminarGabriel, gracias por semejante poema!!Inmenso.
ResponderEliminarBellísimo: derrumbes de la piedra-el alma, en espejo eterno.
ResponderEliminarVerónica M. Capellino Rando
Un poema inmenso en palabras, imágenes, preguntas sin responder. Lo épico en tu voz: No pueden apagar la sed de infinito
ResponderEliminarque nos aqueja desde el principio
la sed de luz"
Bravo Gabriel!!
excelente tu poema, Gabriel
ResponderEliminargracias!
Claudia