Páginas

1/9/23

Poema de Gabriel Chávez Casazola

 


Lucas 13, 4

 

¿Quiénes eran aquellos dieciocho hombres

—acaso mujeres, acaso también niños, aquí el genérico es equívoco—

sobre cuyas cabezas vieron desmoronarse

la Torre de Siloé, de la que nada sabemos

salvo lo que sigue refiriéndonos en su Evangelio

el médico y cronista hebreo Lucas?

 

¿Eran tal vez constructores

que levantaban la estructura de la Torre

o que la apuntalaron, fallando en el intento?

¿Eran transeúntes, que pasaban cobijándose a su sombra

del fuego cenital, del brillo inclemente del sol en las arenas?

 

Nada sabemos de ellos tampoco, salvo lo que el Elegido dijo

—reverberación, eco límpido a través de los siglos—

por la mano de Lucas:

 

Que los muertos de Siloé

(y pudo haber dicho de Port au Prince o del Maule)

no eran más ni menos culpables

que los demás hombres y mujeres de la tierra.

 

Que el misterio de la tragedia —o mejor: del accidente—

es algo que escapa a nuestras mentes breves

y secretamente forma parte del anverso de la trama

del Gran Tejido, del cual vemos solamente

—per speculum in aenigmate—

su reverso,

 

lleno de torpes nudos, de cabos sueltos,

de absurdas muertes como las de

aquellos dieciocho hombres

—o mujeres, o niños— de Siloé

o los miles de Kerman, de Shan Si y de otras provincias

de los reinos que hemos fatigosamente construido

y que un día pueden desmoronarse

como la torre de Jerusalén, partirse en dos o en tres

cual las calles de San Francisco o de Lisboa.

 

—Y sin embargo,

los arqueólogos afirman que la torre derruida

pertenecía a las murallas de la ciudad y se erguía junto a una fuente

de la que además tomaba el nombre, en el valle de Tyropean.

 

Hablo de la afamada fuente de Siloé, de la que hablaron ya los profetas

Nehemías e Isaías, 

a cuyo estanque acaso habían ido a calmar su sed

aquellos dieciocho hombres;

a cuyas aguas siguieron yendo a calmar su sed los hombres y las mujeres y

los niños

por mucho tiempo después de la tragedia;

 

ya que el accidente, el dolor, la muerte, el sinsentido,

la catástrofe,

por más que nos aplasten

o aplasten a quienes más cerca se encuentren de nosotros

no pueden apagar la sed de infinito

que nos aqueja desde el principio,

la sed de luz

que saciamos en los abrevaderos de la dicha,

aun cuando se encuentren situados

en los estanques mismos donde nos desmoronó el sufrimiento.

 

Allí mismo, en el valle de Tyropean.

 

© Gabriel Chávez Casazola

5 comentarios:

  1. Excelente Gabriel. En tu poema épico, la sed de las eternas preguntas para Nadie, la última o la primera página de un principio y un enigma que aun hoy nos interpela. De algún modo y acaso, todos somos culpables.Gracias! Alfredo Lemon desde Córdoba, Argentina

    ResponderEliminar
  2. Gabriel, gracias por semejante poema!!Inmenso.

    ResponderEliminar
  3. Bellísimo: derrumbes de la piedra-el alma, en espejo eterno.
    Verónica M. Capellino Rando

    ResponderEliminar
  4. Un poema inmenso en palabras, imágenes, preguntas sin responder. Lo épico en tu voz: No pueden apagar la sed de infinito
    que nos aqueja desde el principio
    la sed de luz"
    Bravo Gabriel!!

    ResponderEliminar
  5. excelente tu poema, Gabriel

    gracias!

    Claudia

    ResponderEliminar