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30/9/23

Poema de Ariel Ovando

  


Pensemos la montaña

y tantos caminos como quepan

en los súbitos huesos

                            del pájaro.

ante un trueno redimido,

ante el aire de elementos.

 

Un estampido, un relámpago entre las hojas,

el aire se carga con la eléctrica persistencia

de una lengua que se hace verbo,

y pone a vibrar ese dócil instrumento de caña.

 

Es que esa montaña arrasó

mis ojos, y dejo crecer en vanos cuencos

la sustancia del tiempo,

                                      el roce de las islas

las voces en el declive de espumas;

poco importa el orden en el estallido

que pone a temblar tu párpado ante la nube,

ante un largo nacimiento de ríos o vocablos

tensos como cuerda de lunáticos filamentos,

oh dios, juro que no es el desconsuelo

que me hace dar largas zancadas en sueño de ciénagas,

sino un ruido de aguas que hechiza los rostros

                                                   en su llama. 

 

¿Es gloria o final perversión de esas máscaras

que giran en el bosque danzante,

y nos proveen del sacrílego derecho de empezar

los grandes incendios? 

 

Arco de la memoria que cimbra

                       las sonoras curvas,

el temblor en medio de la selva que se llena de voces;

un sonido de tacuaras rompiendo el agua,

encendiendo la gran mazorca del espacio

                             con sentencias crueles,

algo como un final con lluvia, y en los rincones

                            de barros desmemoriados.

Hay una ladera que a los soles y lunas hermana

en sus calendarios habitados por las alimañas,

por un sonoro golpe de claridad en las manos.

Hay un trueno en la altura,

una metamorfosis de las arenas

                  en espejos para naufragar

¿y no eran acaso ésto las palabras,

un sonido que irrumpe entre los vivos?

 

Pero me crece al fondo de la garganta

si me detengo en medio del tiempo,

                                       pero entonces

no hay más sol que el que cabe en un puño.

Y al primer llamado, vamos.

 

Porque el crepitar del leño

termina por cegarnos con la sombra

                                           del ciervo

y arde la tierra, sin embargo,

multiplicada en grillos,

                           en los ojos del asno.

Porque los ojos del barquero

multiplican en la mirada del búho,

el lenguaje secreto de las frutas al crecer

                                     sobre las cornisas,

sobre el corazón silencioso de la tormenta.

Se esquivan los cuerpos

que crecieron en su penumbra

con la terquedad roja de las estrellas,

se esquivan los ramos encendidos

por el hocico del ciervo de las nieblas,

y un golpeteo de tambores despeña ángeles

                                    desde las nubes bajas.

Nos arrimamos al aliento abrasador de los alfabetos,

los que brotan de nuestros huesos húmeros.

Allá arriba, el fuego.

Y al primer llamado,

vamos.

 

© Ariel Ovando

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