XVII.
La estrella
La luz me ha conducido hasta el arroyo.
Aquí no hay carro, templos ni palacios.
Sin transporte ni abrigo,
en el seno nutricio de la naturaleza
me reconozco plena.
Ya no me quedan máscaras,
ropajes, distracciones, compañía:
tan solo los dos cántaros alquímicos
que supe recibir
del ángel generoso que me otorgó templanza.
En el sosiego, soy ondina, soy náyade.
Agua a las aguas
para que fluya la energía del mundo.
Agua a la tierra
para que se renueve el ciclo primigenio.
Bajo el mandala de luz que me ha guiado,
los cabellos de la Venus Urania
acarician mis hombros.
Las Pléyades
despliegan octogramas de orden ineludible.
Ungida con el halo del lucero,
ya nada me hace falta.
En las ramas perennes de los árboles
oigo al cuervo de Elías prometer
abundancia.
La soledad carcome,
pero acepto la pausa y el reposo.
El centro de mi vientre
acuna el germen de la transmutación.
Caminante, no dudes:
la estrella de tu alma te mostrará el
destino.
Despojado, vulnerable y desnudo,
encontrarás la senda que trazó el
sufrimiento.
© Claudia Ferradas
Imagen enviada por la autora
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