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9/5/22

Poema de Ariel Ovando

 


 

Cuando la veía ahí,

separada de sí misma por el trópico de la indolencia,

por los caballos del biopoder que sin embargo

de tanto en tanto, le dejaba convertir su cuerpo

en isla o en pájaro,

y el olor de los truenos se mezclaba con la tierra mojada;

cuando los campos de algodón eran arrancados

de las leyendas tristes y fabriles

donde los muslos eran la semilla

de claros proverbios del agua,

y los huracanes se convocaban a despedazarse

en la brevedad labial de la flor,

en las lenguas exhaustas del día de agua y fuego:

perros de la tormenta, ojos de la tormenta,

curvas de la tierra somnolienta,

que prepara los ruidos de la maravilla;

de la tierra que escuchaba por última vez sus pájaros,

antes de partir hacia la ceguera

de los ramos, las alturas desvanecidas

Cuando la veía ahí, hecha un mapa de agua,

las pupilas ruidosas, que yo quería aprender

como un himno de llameantes girones

y le pedía que abra los ojos,

que despierte los truenos,

que cante el grillo el monótono pedestal;

cuando los ojos del ciervo en sus manos

eran como lirios, o antorchas para entrar a la sombra,

y entendía que no nos bañamos dos veces

en la misma mujer de tensos pliegues,

de mis manos surgía una tregua,

un idioma de pájaros multiplicados por el laberinto:

un cuenco donde se apagaban

 ideogramas de playas incógnitas,

un lenguaje de cansados verbos,

                 enamorado de la mujer,

del momento prodigioso

que veía nacer y morir  las tormentas

detrás de los ojos

                            llenos de tiempo.

 

© Ariel Ovando

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