Cuando la veía ahí,
separada de sí misma por el trópico de la
indolencia,
por los caballos del biopoder que sin
embargo
de tanto en tanto, le dejaba convertir su
cuerpo
en isla o en pájaro,
y el olor de los truenos se mezclaba con la
tierra mojada;
cuando los campos de algodón eran
arrancados
de las leyendas tristes y fabriles
donde los muslos eran la semilla
de claros proverbios del agua,
y los huracanes se convocaban a
despedazarse
en la brevedad labial de la flor,
en las lenguas exhaustas del día de agua y
fuego:
perros de la tormenta, ojos de la tormenta,
curvas de la tierra somnolienta,
que prepara los ruidos de la maravilla;
de la tierra que escuchaba por última vez
sus pájaros,
antes de partir hacia la ceguera
de los ramos, las alturas desvanecidas
Cuando la veía ahí, hecha un mapa de agua,
las pupilas ruidosas, que yo quería
aprender
como un himno de llameantes girones
y le pedía que abra los ojos,
que despierte los truenos,
que cante el grillo el monótono pedestal;
cuando los ojos del ciervo en sus manos
eran como lirios, o antorchas para entrar a
la sombra,
y entendía que no nos bañamos dos veces
en la misma mujer de tensos pliegues,
de mis manos surgía una tregua,
un idioma de pájaros multiplicados por el
laberinto:
un cuenco donde se apagaban
ideogramas de playas incógnitas,
un lenguaje de cansados verbos,
enamorado de la mujer,
del momento prodigioso
que veía nacer y morir las tormentas
detrás de los ojos
llenos de tiempo.
© Ariel Ovando
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