En el
armario del baño guardás el bolso que usaste entre los 25 y los 50 para ir al
Club Villa Devoto. Algunas veces te acompañé, deambulaba solitaria por las
instalaciones vacías. Nunca vi a nadie, salvo a vos y a tus amigos en la cancha
de tenis, donde el sol les resaltaba las aureolas de polvo de ladrillo en la
ropa blanca de algodón. Ahora que lo pienso había algo de irreal en ese club
abandonado con solamente ocho o diez socios. Mientras te miraba jugar al tenis,
arquear la espalda hacia atrás para pegarle a la pelotita en un saque perfecto,
imaginaba que otros llegarían para usar la pileta capaz de irradiar cuerpos de
bronce, la confitería señorial, la cancha de bochas, el frontón, los corredores
largos y frescos con olor a cloro de la zona de los vestuarios. Hoy el bolso de
cuero es una boca desencajada donde se mezclan modelos antiguos de zapatillas
Topper, talco, muñequeras de toalla, chombas vetustas, suspensores agujereados
y pelotitas de tenis con un dejo de perfume a pegamento.
© Verónica Pérez Arango
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