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28/7/20

Poema de Ariel Ovando



Las heridas de San Sebastián

¿Por qué el fantasma del apóstol
hundió su dedo en la lengua de san Sebastián,
como si acaso no le hubiera oído jamás pronunciar palabra?
¿Por qué se ensañó ese primer día? ¿Por qué se calentó así,
porqué se frotó las mejillas y los muslos en la oscuridad
por qué le antecedía la forma del espejo,
          en el hombre atravesado de flechas?
¿La enredadera del martirio no tarda tres días
                                            en florecer?
¿ En cicatrizar el costado de las palabras nuevas?
¿ Y con qué derecho toca usted a mi divino marica?
¿Y por qué, el mismo dedo en el costado, pienso
     por qué no entre las piernas del demiurgo
                                           enmascarado
que nos arrojó a la senectud
si hay lentejuelas para el lomo de la yegua infernal
si hay demiurgo, es decir, diosito mínimo made in Taiwán,
si hay el animal print
               más animal que print,,
si  hay la sombra de un caballo en su boca abierta
       ante la eternidad que incendia los pastizales
que quema a los alaridos el alcohol las ingles
      el reguero de estrellas por delante?

¿Por qué el apóstol
soñaba con el hombre maniatado,
por qué las palabras prohibidas
                   a la altura de las muñecas                           
si perplejo por el espejismo de su propia eternidad
de su ano descifrando las aguas que se llenan de flores,
por qué si su estrella dilatada con insultos
hablaba de los rojos pájaros
                    dentro los cuerpos,
                                              
de los tejidos como mapas,
por qué  el estallido
                                    blanco
del silencio sobre las islas
                                en mitad de la noche,
y por qué  la noche arrojada en aguas,
 por qué la lengua cercenada, por qué  los ojos abiertos
los muslos íncubos  yendo ala sombra
por qué la repetida agua de viajeros,
para perdernos en el bosque?
¿En las gastadas y pálidas
                             gotas de rocío?

¿ Pero qué hicieron luego con el hombre inerme
                                                     y por qué,
                   qué hicieron con san Sebastián
el marica muerto contra el árbol infame,
contra la lengua del incrédulo,
contra el cuerpo paralelo a las muertes,
y al sudor de las vocales
                            cayendo al silencio?

Ah la noche, dije
como una larga lengua de reptil
hasta el fondo de los ojos estragados por el tiempo,
                                       y por la tierra;
la tierra que empieza a repoblarse de brotes, de líquenes,
de bellos en las axilas húmedas, de selvas transitorias,
de madreselvas olorosas, de langostas,
de un pubis que se arquea para copiar
                 el movimiento de la tierra
y relatar luego
la expulsión del paraíso
        en clave erótica,
la huida montado sobre
una verga de nocturnos alcoholes.
Entre jadeo y jadeo,
entre palabra y palabra
Entre dolor y dolor,
entre un día de sal
y un espejo de lágrimas dulces,
forrado en los bordes con piel de cocodrilo
Mi reino por un buen caballo para cabalgar.
Un caballo por mi reino hecho pelota,
una tumba para el sol
                                 para leer los jeroglíficos
incendiados en el vientre de bellos rojizos,
para deslizar la lenta gramática de la caricia,
          el nacimiento de criaturas de agua
nadando en las orillas extrañas.

Así que por qué, por qué
el fantasma del apóstol hundió su dedo
en el costado de San Sebastián
como si un dedo sobre la lengua
no alcanzara
            para el lento estertor de los orgasmos,
para la lengua corriendo como tigre en la altura
corriendo ideogramas de fiebres telúricas.

¿Pero qué hicieron el segundo día,
si él, San Sebastián, marica hermoso
no será el último cuerpo
arrastrado en bolas al río,
al encuentro de la barca dorada?

Al segundo día, lo llevaron hasta una casa:
los pájaro rojos le habían picado las carnes,
             es decir, los fragmentos
             de lo divino encarnado
             en las mejillas de putito espléndido;;
las travas le llevaron, un patio con tinajas e higos;
                                                 le llevaron,
le limpiaron con lenguas de nardo perfumado;
eso sí, hicieron sonar las membranas
de un cuerno milenario ante la espuma de los días;
para la ocasión, la brishantina, las plumas,
                                                   los tacones
                                   el barroco de la carne
porque en las postreras carnes de la maricona
temblaba, levísima, la llamarada de las barcas vikingas
                 esa flámula apagándose
                                     en altamar

© Ariel Ovando

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