La mujer
pinta sus pies de rojo y se descalza.
Bajo su
ropa, el cuerpo es transparente
y lo
atraviesa el tiempo y sus cristales.
Cuando se
mueve ausente de sí misma
y se
disuelve blanda en el acopio
del vértigo
que trae la atrocidad,
se borran
los colores de su cuerpo,
medusa
oleaginosa e invisible
que
precipita el agua y el dolor
soltando en
escorpiones la mañana.
Por eso se
rebela contra el blanco,
inventa
otro mar rojo y su prodigio,
el corazón
abierto y mercurial.
Con la
sangre rojísima y alegre
de la barra
encendida de carmín
pinta un
hígado tierno en el exacto
milimétrico
lugar para su hígado.
Sobre el
pulmón, dibuja otro pulmón,
el hueso
peroné sobre su pierna
y sobre
ella, un bisonte que no muere.
Para la
aorta, un hilo delgadísimo
por el que
corren potros y hematíes,
en la yema
del dedo principal
un caracol
valiente y diminuto
que avanza
de aeropuerto en aeropuerto
y jibariza
el miedo, los desastres.
Y en la
matriz, el mar y sus campanas.
Sobre su
cuerpo blanco de dolor,
translúcido
en el tiempo desolado
de las
flores que mueren sin aliento,
pinta un cuerpo completo, enrojecido
como un sol
vegetal e imprescindible.
© María Ángeles Pérez López
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