Me siento tan solitariamente sola sin la
voz de mis hijos.
Si acaso esa soledad me atravesara,
sería capaz de perderme
en el mundo.
Y hasta en las cocinas que nutren panes y cebollas.
Vagaría la
soledad también en el cuarto de los recuerdos
y si en el día de los credos aún
no han cantado,
si no han dejado su murmullo en mi frente
y si todavía no he
notado
ese ir y volver de convincente andar por los clubes
y teclados y
búsquedas en Internet
amaría, como amo, los mensajes de sms y los email
la
música alta y sus miradas de ojos a ojos.
Claro que el siglo contrae el tiempo
de padres e hijos.
Este escrito fechado en la segunda década de un siglo
en
donde el mundo pronuncia su destino
de horizonte y vaga dudoso,
entonces será
también incierto que alcancen a leer,
mis hijos,
este boceto de melancolía.
Pero con diez minutos de sus voces que amparan
una soledad poblada de panes con
verdines
y cebollas con raíces tardías,
se volvería menos austral.
Esta madre,
se quitaría entonces los trajes
que alivian del frío,
con sólo diez minutos de
sus voces.
Esta madre, se apagará algún día
trasvasada
por canciones
de un coro de voces de hijos en la cocina,
amasando panes en diez
minutos,
entre abrazos de diez minutos
y cortando cebollas que atraen lágrimas,
porque sí.
Y pensar que esta imagen de soledad,
finalmente, canta en diez minutos
una mitología de saudades.
A mis hijos, por supuesto
© Lidia Vinciguerra
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