De la
relatividad de la luz
Nada puede
viajar más rápido que la luz.
Es una de
las leyes de la física.
Ni el
sonido, ni las partículas ni las moléculas
ni las
sondas velocísimas creadas por los hombres.
Nada puede
viajar más rápido que la luz,
ni siquiera
los impulsos eléctricos que llamamos pensamiento
y tampoco
los ángeles, que son seres de luz y viajan a la misma velocidad que ella.
No hay, no
puede haber nada más veloz en el universo,
en todos
los universos
reales o
imaginarios, pues la imaginación es más lenta que la luz
y no puede
concebir, en toda su irrealidad,
nada que
sea más veloz que sí misma.
Incluso
cuando viajas en sueños viajas más lento
o al
unísono de la luz
porque los
sueños no son más rápidos que ella.
La luz es
la velocidad por excelencia, el descapotable más fantástico de la Chrysler de
Dios.
Detente
ahora a mirar el sol, siente sus rayos
que
calientan la piel de tu antebrazo
y las hojas
del árbol del jardín.
De allí, de
esa iluminación nace la vida
–lo
intuyeron los bisabuelos de tus bisabuelos,
que adoraban un astro–
y la vida
no es más veloz que aquello que la engendra.
Hasta la
muerte llega más lenta que la luz
aun si
viene como suele venir en la saeta,
pues no hay
flecha capaz
–ni la
flecha del tiempo, ni la que lo detiene para ti–
de viajar
como ella.
Sí, dicen
los físicos que es cierto todo esto.
Acaso los
teólogos hagan la salvedad de Dios
pero Dios,
si es, es la luz
que brilla
en las tinieblas
e irradia a
300.000 kilómetros cada segundo
rasgando la
noche de los tiempos
como la luz
del quirófano que te hirió (y bienvino) al nacer,
como esa
estrella fugaz que surca el horizonte
pero es el
horizonte.
Y sin
embargo,
sin
contradecir en absoluto todo lo anterior,
nada hay
más lento que la luz, tú lo sospechas.
Tarda tanto
en viajar por el espacio
que su
velocidad de poco sirve
a esa
llamada de anhelo
o de
esperanza
que en
nuestras retinas es apenas
parpadeo de
luz de un sol remoto,
punto que
brilla entre otros puntos luminosos
suspendidos
del
cielorraso de la noche.
Cuando a ti
llega viene ya de un mundo muerto
del que
jamás sabremos algo
ni de su
amor
–si lo
tuvo–
ni de su
abrigo.
Cuando a
otros ojos como los míos y los tuyos
llegue la
luz de nuestro sol,
para ellos
parpadeo remoto
punto en el
cielorraso,
los
millones y millones que lo vimos cada día despuntar y yacer,
esos
millones
desde el
Neanderthal que por primera vez hizo fuego
hasta el
iluminado Boddhisatva
que
desprendía iridiscencia como las luciérnagas,
desde el
oscuro inventor de las lámparas de aceite
hasta
Thomas Alva Edison con su bombillo eléctrico
y Truffaut
con su noche americana,
todos
y todo
ya habremos
entrado en la noche de los tiempos
y la luz de
nuestra estrella
y su
asombrosa velocidad
no acusarán
recibo
de nuestro
amor y nuestro abrigo y nuestro odio y nuestro desamparo.
Solos en la
noche última
nos
habremos oscurecido para siempre
aunque la
tibia luz de este martes siga viajando lenta
y toque –ya
fría– una retina de otro ser al cabo de los siglos.
El
firmamento es un cementerio de esperanzas muertas,
de anhelos
desvanecidos.
Cada vez
que lo mires, reza un responso por los seres del Universo
–pequeños
cometas de alocada melena–
que
creyeron en la luz de las estrellas
y en el
pasado o en el futuro
se
aferraron a ella
como la
primera mañana en que la luz se hizo
y era
buena.
Apiádate de
ellos, de nosotros un momento.
Nada puede
viajar más rápido que la luz
pero este
es un conocimiento perfectamente inútil.
© Gabriel
Chávez Casazola
Hola me encanto este texto es excelente un gran poema
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