LA COSTUMBRE
Antes de que la enfermedad de los monumentos atosigara a la
gente, aquellos que se creían notables acostumbraban a cubrirse el cuerpo de
oro. Y así andaban por la vida, brillantes, rígidos, luminosos, en medio de las
endebles insignificancias oscuras de los otros.
Con el tiempo llegaron las ciudades, los estados, los
gobiernos. Los hombres luminosos necesitaron cada vez más oro. Los hombres
oscuros viajamos cada vez más lejos, cavamos cada vez más hondo, trepamos cada
vez más alto.
Como la venganza, la codicia solo puede parirse a sí misma.
Y a sí misma se replica, innumerable.
Un buen día, los notables se declararon la guerra. Y los
insignificantes fuimos; unos a otros nos masacramos sin piedad. Desde entonces,
nunca hemos dejado de hacerlo.
Cada vez que un notable exige oro, allá vamos. Y con
nuestros nuevos cadáveres a cuestas, volvemos a una casa que ya no existe más.
Paternidad y patria eran, para los héroes homéricos, un
único concepto.
Dejamos la casa natal para llevar a nuestros hijos a la
guerra. Erigimos monumentos para que tengan una buena razón para morir.
© Osvaldo Burgos
Traducir en belleza tal claridad conceptual de la tragedia humana, es de privilegiados. Me gustó muchísimo, Osvaldo.
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