Después de la terrible tragedia de escribir, o alquimia, o
como sea el nombre de este bendito o maldito acto de traspasar en reversa o no
el tejido del alma, queda el único placer que nos podamos dar, el de que
alguien nos lea alguna vez. Dormir intranquilo temiendo que la poesía
despierte. Agitado, igual que el silencio, con todas las bocas de la noche
hablando al mismo tiempo, y cuyos rostros de humo giran en el aire como elfos
mordiéndose en la penumbra; plétora, y el vacío al instante siguiente. Quién
puede dudar del sacrificio de un puñado de palabras, así nazcan llamándose
valentía; dibujar una de ellas o escribir una bala son el mismo disparo, una
entra y la otra sale, ambas provocan como los espejos la misma herida. Dormitar
sin saber acaso si el tiempo transcurre; y después, te la pasás hablando solo,
conjeturando a la velocidad del sonido como un cirujano al que le han llevado
un paciente en pedazos. Y la realidad se mezcla con la fantasía, como el odio y
el amor. Se soporta y no hay remedio, aunque se diga por ahí que cierta paz
viene detrás de la verdad. Trépano perfecto que horada voluntades, jerarquías y
materia. Y ahí estamos vos y yo, entre verdades y mentiras; poesía, fraude de
mi vida, me hacés creer tantas cosas. Poesía, o como se te antoje llamarte,
mezcla de vísceras vergonzosas y pedrada venida del músculo adamantino de la
luna, cómo hago para encontrarte, abierta de brazos.
© Leonardo Vinci
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