Poema de Bibi Albert

SPA

                    Los músicos aman con las manos.

Como un astronauta horizontal,

cara en el agujero acolchonado,

lo menos tensa de que soy capaz,

ofrezco espalda y abajeces desnudas

a quien quiera atacarme.

Nadie me obliga, salvo las circunstancias.

Ya está, no me puedo escapar.

Resignación y valor, le digo al suelo

de baldosas antiguas, único interlocutor posible.

Penumbra. Manos que irrumpen y avasallan.

Y como estoy a oscuras las adivino negras.

De inmediato, pierdo todo derecho sobre mí,

mi territorio es arrasado en el sentido más sedoso del término.

Se multiplican las manos, cuatro, diez,

quién sabe cuántas son las manos negras.

Me alfarean, soy arcilla perfumada, soy el ánfora

que gira sin girar y se marea igual.

Me recorren como la franja azul

del cilindro caramelo de las barberías,

me retuercen sin moverme,

me visten y desvisten de crisálida,

me envuelven, me dan vuelta de afuera para adentro,

me descorchan como a un vino,

me recubren de oro y de susurros mudos,

me nacen, me encebollan, me nadan, son cardumen,

me levitan, no hay tiempo, no hay verano,

no hay espacio, no hay yo.

Estoy en trance. De repente son tus manos.

Cien, mil manos, todas tuyas,

aquel vértigo de tus caricias sabias,

de tu cuerpo, de tu boca todo manos.

Hace tanto pero tanto que no, que velándote, velándome.

Y entonces pienso, o digo, o sueño, no lo sé,

que los músicos aman con las manos y por eso.

Y pienso o digo o sueño: qué homenaje:

me amabas con las manos, como a lo que más amabas.

Una voz negra y suave me saca de la entrega:

levántese despacio que ya estamos.

No sé si me habla a mí, o te habla a vos,

mientras llora por ambos pero poco:

ya llegó la persona con el turno siguiente.

No puedo caminar, no tengo pies, alzame

como si fuéramos recién casados.

© Bibi Albert